Cuando tienes un bebé, tu mundo tal y como lo conocías, desaparece. Ya nada será igual. Jamás volverás a ser el centro de tu pensamiento, de tu corazón, de tu vida. ¡Tu bebé te ha destronado! Solías estar sentada en el centro de tu mundo, eligiendo lo que deseabas, haciendo lo que querías, yendo aquí si te apetecía, llegando a tal hora si te venía bien…
Ahora que tienes un bebé, otra personita ha tomado tu lugar y descubres que eres prisionera. ¡Pero qué prisión más dulce!
Y, realmente, llamarlo prisión es una equivocación grande, porque no hay mayor alegría y libertad que amar sin condiciones, como sólo una madre puede amar. No es una puerta cerrada. Es una puerta abierta a otro mundo que no sabías que existía.
Convertirse en madre supone un cambio muy profundo para la mujer, porque el ser humano nace centrado en el “YO” y tener un bebé deja al “YO” en un segundo plano. Quedarte en segundo lugar puede ser bastante desconcertante, al principio. Puedes sentir que tu mundo se tambalea y no sabes muy bien cómo asumir ese cambio. Y es que desde el momento en que sostienes a tu bebé en brazos, sabes que es PARA SIEMPRE.
Es un compromiso del que no puedes escapar. No puedes decir “hoy estoy cansada”, “ya no puedo más”, etc. La maternidad es algo eterno. Incluso una madre que ha perdido a su bebé sigue siendo madre para siempre.
Puede parecer aterrador, pero pregunta a cualquier madre y te dirá con una sonrisa que no lo cambiaría por nada en el mundo. ¿Su vida se ha empequeñecido? ¡No! ¡Su corazón se ha engrandecido!